La relación con su padre siempre fue pésima. Durante muchos años guardó hacia él una mezcla
de sentimientos entre temor y resentimiento, debido a que durante su niñez
debió soportar violentos arrebatos de parte de su padre. Pero sobre todo fue psicológicamente afectado
a causa de la repulsión de su padre hacia su vocación literaria, que nunca
llegó a comprender. Además su padre le envió a una escuela militar donde cursó
el equivalente a 3º y 4º de ESO. Los muchachos que asisten a esta escuela militar
son jóvenes de clase social baja y media, que en su mayoría fueron enviados
al colegio como un castigo impuesto por sus padres, al igual que a él.
La Ciudad y
los perros
-¿Qué ha dicho? - Tengo un problema - dice Alberto, rígido
decir mi padre es general, contralmirante, mariscal y juro que por cada punto
perderá un año de ascenso, podría “Es algo personal. - Se interrumpe, vacila un
instante, luego miente: - El coronel dijo una vez que podíamos consultar a
nuestros oficiales. Sobre los problemas íntimos, quiero decir. - Nombre y
sección - dice el teniente. Ha bajado las manos de la cintura; parece más
frágil y pequeño. Da un paso adelante y Alberto ve, muy cerca y abajo, el
hocico, los ojos fruncidos y sin vida de batracio, el rostro redondo contraído
en un gesto que quiere ser implacable y sólo es patético, el mismo que adopta
cuando ordena el sorteo de consignas, invención suya: "brigadieres,
métanles seis puntos- a todos los números tres y múltiplos de tres". -
Alberto Fernández, quinto año, primera sección. - Al grano - dice el teniente-
Al grano. - Creo que estoy enfermo, mi teniente. Quiero decir de la cabeza, no
del cuerpo. Todas las noches tengo pesadillas - Alberto ha bajado los párpados,
simulando humildad, y habla muy despacio, la mente en blanco, dejando que los
labios y la lengua se desenvuelvan solos y vayan armando una telaraña, un
laberinto para extraviar al sapo -. Cosas horribles, mi teniente. A veces sueño
que mato, que me persiguen unos animales con caras de hombres. Me despierto sudando
y temblando. Algo horrible, mi teniente, le juro. El oficial escruta el rostro
del cadete. Alberto descubre que los ojos del sapo han cobrado vida; la
desconfianza y la sorpresa asoman en sus pupilas como dos estrellas moribundas.
“Podría reír, podría llorar, gritar, podría correr." El teniente Huarina
ha terminado su examen. Bruscamente, da un paso atrás y exclama: -¡Yo no soy un
cura, qué carajo! ¡Váyase a hacer consultas morales a su padre o a su madre! -
No quería molestarlo, mi teniente - balbucea Alberto. - Oiga, ¿y este
brazalete? - dice el oficial, aproximando el hocico y los ojos dilatados- ¿Está
usted de imaginaria? - sí, mi teniente. -¿No sabe que el servicio no se
abandona nunca, salvo muerto? - Sí, mi teniente. -¡Consultas morales! Es usted
un tarado. - Alberto deja de respirar: la mueca ha desaparecido del rostro del
teniente Remigio Huarina, su boca se ha abierto, sus ojos se han estirado, en
la frente han brotado unos pliegues. Está riéndose. Es usted un tarado, qué
carajo. Vaya a hacer su servicio a la cuadra. Y agradezca que no lo consigno. -
Sí, mi teniente. Alberto saluda, da media vuelta, en una fracción de segundo ve
a los soldados de la Prevención inclinados sobre sí mismos en la banca. Escucha
a su espalda: "ni que fuéramos curas, qué carajo". Frente a él, hacia
la izquierda, se yerguen tres bloques de cemento: quinto año, luego cuarto; al
final, tercero, las cuadras de los perros. Más allá languidece el estadio, la
cancha de fútbol sumergida bajo la hierba brava, la pista de atletismo cubierta
de baches y huecos, las tribunas de madera averiadas por la humedad. Al otro
lado del estadio, después de una construcción ruinosa - el galpón de los
soldados- hay un muro grisáceo donde acaba el mundo del Colegio Militar Leoncio
Prado y comienzan los grandes descampados de La Perla.
Mario Vargas Llosa con el uniforme del Colegio
Militar Leoncio Prado.
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